Estaba por quedar en el pasado un tiempo en el que pronunciar el nombre del país desde el extranjero se había convertido en un modo de invocar la imagen icónica (y tristemente célebre) de la guerra interna por antonomasia. Así, nuestras conflagraciones han resultado secuelas que se hicieron endémicas y (muchos piensan) hasta constitutivas; reforzando una imagen-nación propagada a escala global hace treinta o cuarenta años, cuando ya no hubo modo de esconderla. Colombia empezó entonces a proyectar sin remedio, y como en una aspersión aérea, escenas de atrocidades que quedaron como sus rasgos distintivos, irradiadas por cadenas de noticias y, con acaso más eficaz protagonismo, por la literatura y el cine; en menor medida por la música, el teatro, las artes visuales y la danza y con un definitivo mayor alcance internacional, por series televisivas de documental y ficción en señal abierta o streaming.
Si bien el auge de ese horror parecía desafiar al Estado (especialmente durante la consolidación de los primeros grandes carteles de estupefacientes), en las últimas dos décadas ambos parecen haber aprendido a convivir; y este último a cooptar del horror su talento para modelar una nociva colombianidad desde dentro: administrando esa cuota de violencia inoculada en el cuerpo social vía actualizaciones, dosis y refuerzos constantes. Así, mientras el crimen organizado y la corrupción (incluído ahí buena parte del negocio del narcotráfico) volvían a las manos de quienes han hecho de estos un privilegio sin disputa y un ejercicio pleno (no legal, aunque sí legítimo); y mientras la seguridad democrática sembraba la idea del enemigo interno intensificando el despojo, la desaparición y desplazamiento forzados; las torturas y masacres; la persecución y/o asesinato de sindicalistas, defensores de derechos humanos, opositores, periodistas, líderes sociales y manifestantes… Es decir, mientras algunos de los más altos representantes y servidores públicos ponían en evidencia cómo su poder político o jurídico se había consolidado por vínculos con organizaciones de descuartizadores anti-subversivos; y, exactamente al mismo tiempo que varios militares de rango ordenaban cobardemente y a escala nacional acabar con la vida de miles de muchachos desarmados e inocentes, engañándoles con ofertas de trabajo a fin de incrementar las cifras de su ineficiente confrontación real con la guerrilla; el gobierno nacional se propuso también librar otra batalla, esta de proyección internacional, en el campo de la mercadotecnia.
En los últimos años, Nadia Granados ha explorado en ese esfuerzo gubernamental por sustituir o suprimir del discurso nacional la calamidad, la desgracia y la impunidad, cubriendo con una capa de pintura gris procesos vigentes que denuncian la colombianización tóxica. Si entendemos el estereotipo no como mentira, sino como énfasis o exageración tendenciosa, esta ha sido una guerra de estereotipos: aquí el orgullo patriotero es revestido de colores saturados o exuberantes para comunicar un sabroso y efervescente mundo mega-diverso, de paisajes y recursos, en cantidad o cualidades (no importa si se habla de café, flores, mariposas, aves o mujeres), pluriétnico y multicultural, pensado para atraer turismo e inversión extranjera directa con una publicidad moderna, llena de suficiente fantasía y exotismo que parece dirigida a expedicionarios.
Ella asume así una mercantilización de signos de identidad y territorio como productos entregados al consumo (clientes o, en el mejor de los casos, socios) y contribuyendo a lo que Rita Laura Segato señala como “pedagogías de la crueldad” que intensifican la cosificación y el extractivismo y, aquí, vulneran a la población local que, mal o bien, va mejor representada por los símbolos patrios (pero queda levantando muchas veces la flameante bandera de su propia subalternidad).
Acaso esta nación sea, cronológicamente, el origen en América Latina de lo que Sayak Valencia (influyente autora en la investigación de la artista) ha denominado “Capitalismo Gore”: una violenta economía simbólica que se despliega prioritariamente en las fronteras de mundos que tienen de un lado la opulencia y del otro la privación, donde el exceso convive con la vejación y la cruel deshumanización de los cuerpos (tanto los despedazados directamente como los de las campañas audiovisuales: en ambos casos, cuerpos como instrumentos comunicativos), haciendo de su descuartizamiento un servicio y de la producción de muerte una parte oculta pero necesaria de las cadenas de valor. Y esto ha ocurrido sin requerir un límite entre naciones, ya que Colombia ha construido dentro de sí misma linderos infranqueables y paradigmáticos con múltiples formas de segregación extrema (política, étnica, económica y de género) contra aquellos que son percibidos como adversarios: entre quienes suponen merecerlo todo y quienes son empujados a la marginalidad y la desposesión.
Muchas instituciones, empresas y autoridades han precipitado ese escenario patriarcal, donde políticos han sido bien compensados facilitadores, emprendedores (“gente de bien”) han cumplido la función de escoltas o lugartenientes ideológicos de sus ídolos o patrones (capos de mafia) y sicarios han sido usados como una suerte de avatares vivos que hacen el trabajo de exterminio que los otros no desean hacer directamente.
Satírica e hiriente, la propuesta de Nadia Granados compila enunciados de contra-propaganda y lanza un grito de supervivencia que apunta a la urgencia de reconstruir el tejido social. Si ese cáustico signo-país resulta más extendido, inquietante y sincero que la tele-realidad con la que se ha procurado revestir, aún si al mismo tiempo esta es por completo inaceptable (como si la estrategia oficial de comunicación hubiera sido una sesión de maquillaje o incluso de cirugía reconstructiva), lo que se requiere es revertir el signo con un difícil pero profundo proceso colectivo de descolombianización.